lunes, septiembre 15, 2014

Comentario de Miguel de la Cruz sobre "Debajo de tus pies nada"

PARA RECORDAR: LA NOVELA DE CAROLA DI NARDO

por Miguel de la Cruz

¿Por qué comentar recién ahora esta novela cuando fue presentada en abril? Porque la sobreabundancia editorial y mediática con que cuentan los escritores famosos, hace que los desconocidos presenten sus libros y en poco tiempo se los olvide. Como dice un refrán ruso: “Recién se está muerto después de los cuarenta días”. Te recuerdan los cercanos, en este caso los lectores amigos, pero para los demás pasaste a una historia desmemoriada, y tu libro se escurre en la pila del fondo. Aunque ingenua la estrategia, tal vez un comentario posterior a los primeros meses resucite el deseo de leerla o releerla. La relectura es una alternativa a la dispersión que propone el mercado en su oferta desmedida. Antes se neutralizaban determinados libros censurándolos; hoy pasan desapercibidos en una promiscuidad de sets amontonados.
Releamos entonces.

Desde las primeras páginas, los conflictos impregnan la narración. Frases cortas, rítmicas, directas y también sugerentes repasan las acciones íntimas de cada protagonista que comparten escenas desde vivencias diferentes, cuando no similares. La narración se demora en las acciones como si fueran pensamientos que pasan y vuelven.
La tensión comienza con una separación matrimonial y no para hasta el final. Una mujer vuelve al hogar de su infancia, con su madre, trayendo sus hijos. Ella es Patricia. Está el espejo donde se miraba de adolescente. No va a encontrar esa imagen, claro. Todo es recuerdo, y no se sabe si haber vuelto al primer hogar es una derrota o un alivio, porque el recuerdo de su esposo desocupado la oprime, y en realidad es el futuro el que la oprime, una incertidumbre desde donde la atmósfera argumental alcanza a todos los roles que cada cual cumple con el rigor de las circunstancias.
Como en todo, cada uno tiene su versión de los hechos, porque cada uno tiene sus emociones. Y esta es una novela de emociones, o donde las emociones gobiernan la historia. El es Paco y tiene su historia, dentro y fuera de lo que son sus hijos. Y Patricia, su mujer.
La agotadora búsqueda de trabajo, la voluntad minada por la impotencia, abaten al desocupado. “El día era de otros, Paco sólo hacía una cola”. Su mujer lo acecha. El malestar, el malhumor, la agresión verbal, crean la atmósfera que asfixia a Paco, que es un detallista de los gestos y la presencia de la gente, mientras Patricia tiene una visión acabada de lo que es sobrevivir y sostener una familia, demasiado acabada, tal vez. ¿Él es más sensible que ella? Cada lector tiene su respuesta, según, si está en el medio o toma partido por uno de los dos, como pasa en la vida real. El duelo está presente, como la calle por donde circulan historias parecidas, todas buscando un sentido a través de sus protagonistas, que se mueven en escasas o evanescentes posibilidades, forcejeando con injusticias y barajando la idea del suicidio.
Las frases cortas, por su insistencia, pueden meterse en tu cabeza y llegar al parloteo, como cuando mirás mucho tiempo la tele en la cama, y al otro día, al levantarte, las voces y las imágenes se agolpan en tu memoria confusa hasta que te despiertan y tenés la sensación de que has arribado a tu baño desde otro mundo.
Cuando las frases se alargan, el aliento vuelve a llenar el cuerpo. O de pronto, se plantea un diálogo a la manera de una obra teatral, y los personajes toman distancia de sus dramas, como si sólo los representaran.
Si en un principio Paco buscaba trabajo de mala gana, sobre las últimas páginas ha encontrado su lugar en el mundo: la intemperie, aunque no la desolación que antes lo acechaba, bajo techo. Paco duerme en una plaza, con un loco, en donde busca hojas para dibujar, porque él es un artista y se ha rencontrado con su pasión: retrata gentes en la plaza. Los marginales son sus compinches, cultivan la solidaridad de los que no tienen nada que perder; él tampoco. A esta altura, la historia es de Paco.
Aunque se diría que ningún personaje es secundario. Por eso son fáciles de recordar. Se llaman, entre otros, Amílcar, Blanca, Atilio, Marucha, Leónidas. Basta que uno de ellos aparezca en primer plano para que su situación, su pasado y su peregrinaje -por un barrio o por los pensamientos- se hagan patentes y se relacionen con los otros de tal manera que, si uno solo faltara, la historia sería bien distinta o no hubiera podido ser concebida. A veces sus voces se filtran en el relato y son ellos los que narran. La primera persona está bastante presente y hasta puede mimetizarse con la tercera del narrador. Ninguno tiene futuro, excepto la novela, que tiene una proyección en el tiempo con su testimonio existencial, y también, como su autora rememoró al presentarla, con aquellos días trágicos en Argentina, durante el llamado “corralito” del año 2001.
Para recordar: una novela que abre una nueva perspectiva en la narrativa local, aquélla donde cada fragmento detalla como una lupa las particularidades de los hechos, de las historias y de las personas que en las dificultades encuentran su propia trascendencia, a fuerza de ir y venir. Es decir que hay más de una mirada, no una ideología que pretende totalizar una sola visión en unas pautas programáticas. Su final es memorable, un avance de película anticipando un amor que está por empezar o va a ser redescubierto, y ya se lo percibe en el aire, casi que arrolla, una onda estremecedora propagándose en cámara lenta entre un hombre y una mujer, uno que enfoca al otro, dos sobrevivientes que se acercan, mientras bajo sus pies se fusionan la nada y el todo.


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